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Poco importa ya lo que nos digan esos actores que siguen impertérritos la representación, nada encontramos en esos parlamentos vaciados de sentido, caídos en la rutina del lugar común, de la frase hecha, en la mera mecánica del procedimiento. Nada nos importa todo eso porque ahora sabemos que no es ahí donde se juega en serio, no es en el teatro donde las decisiones, o los disparos, matan.

Convendrá, pues, dirigir la vista hacia esos espacios que se ocultan, hacia esas maniobras tan perniciosas y nocturnas, y eso es lo que hace el sociólogo Enrique Gil Calvo en el ensayo que traemos hoy al blog, un ensayo que, en palabras del autor, continúa la investigación sobre las crisis recurrentes iniciada en 2003 con «El miedo es el mensaje»,sobre las incertidumbres del cambio de siglo, y prolongada seis años más tarde con «Crisis Crónica« (2009), dedicada a la recesión de 2008.

Ahora, en 2013, todavía instalados en la crisis, aunque algunas voces interesadas, algunos de esos representantes de la opacidad, se empeñan con denuedo y pobreza metafórica en anunciar un inminente final, acreditado, según dicen, por relevantes (y misteriosos para nosotros) datos macroeconómicos, ahora, decía, cuatro años después, cuando la austeridad se ha impuesto como dogma incuestionable, como verdad revelada por el dios capital, y nada, ni la pobreza que genera, ni la absoluta devaluación de la vida que provoca, acopia valor suficiente para negarla, el autor se acerca a los relatos que el poder utiliza para convencernos, a las estrategias de comunicación que aplica en estricta defensa de su estatus y de los intereses que representa. El poder, pues, es el tema, el poder y sus maniobras, el poder y, también, su reverso, el contrapoder, sea simplemente resistente u ofensivo. El poder, que decide sus objetivos en la sombra mientras nos engatusa con su arsenal de recursos retóricos, y el contrapoder, que lucha por quebrar esos recursos. El ensayo consta de dos partes: en la primera se establece el marco analítico del estudio, y en la segunda se aplica ese marco teórico al «análisis descriptivo» de los últimos años de la crisis, esos que vieron como la austeridad se convertía impunemente en austericidio.

Pero entremos en materia.

Para el politólogo Guillermo O`Donnell, experto en procesos de democratización, existen dos tipos de democracias: uno lo representan las más antiguas y consolidadas, que cumplen todos los requisitos de calidad democrática (el imperio de la ley, la separación de poderes, y la rendición de cuentas); y el otro, las más recientes y todavía incompletas, que sólo cumplen el requisito de seleccionar a los gobernantes mediante elecciones libres y limpias, y a las que denomina «democracias delegativas» porque en ellas «los ciudadanos no exigen responsabilidades y consienten abusos de poder con tolerada impunidad». No es necesario precisar a qué tipo corresponde la española. Pero establecida esta división, es preciso aclarar, y al autor lo hace, que ninguno de los dos tipos queda exento de la opacidad política, aunque también es cierto que no es la misma opacidad la que se manifiesta en uno o en el otro. Así, si en las democracias delegativas la opacidad está hecha «de corrupción, fraude, abusos de poder e inseguridad juridica», en las perfectamente constituidas se estructura como un poder «elíptico» o en la sombra que Gil Calvo estudia a partir de la concepción radical del poder de sociólogo británico Steven Lukes, quien completa las dimensiones del poder ya conocidas (capacidad de adoptar decisiones -enfoque conductista de Dahl-, capacidad para omitir decisiones-enfoque selectivo, de Bachratz y Baratz) con una tercera consistente en la capacidad de estructurar y reestructurar la realidad social y la interpretación que de esa realidad realizamos los ciudadanos. El poder, así entendido, no se limita a mediar o a resolver conflictos, sino que manipula la agenda pública alterando la jerarquía de los problemas, construye consensos y elabora intereses ficticios para sustituir a los reales. Esta dimensión del poder es, junto a la selectiva, claramente opaca y su presencia subyacente es una constante en cualquier tipo de democracia. Este es el tipo de poder que ejerce la «coalición dominante», aquella que componen las élites fundadoras (políticas, económicas, burocráticas, industriales, mediáticas…) de cada régimen democrático y frente a la que poco puede hacer, o ante el que aparece en clara posición supeditada, el poder de iure. Un ejemplo de coalición dominante que aporta Gil Calvo lo encontramos en el bloque de poder que controla la economía política de toda la eurozona, o, en el plano español, en los grupos que diseñaron la transición a la democracia a partir de «un pacto originario de reparto de poder entre las élites del franquismo, la oposición antifranquista, el episcopado, el generalato y la oligarquía financiera e industrial». Son estas coaliciones dominantes las que controlan la agenda, manipulándola según sus intereses y apoyándose para ello en los medios de comunicación. Ahí, en ese punto, entramos en el juego de la comunicación política, en un nuevo escenario de representación, donde la selección de textos y la intensidad de cada interpretación está claramente dirigida y condicionada por la utilización de variados recursos, como el priming (seleccionar los problemas según el interés del poder y no sobre la jerarquía real de su valor), el framing (el enfoque o encuadre que se le ofrece a cada problema), y el storytelling (los problemas convertidos en un relato orientado hacia un desenlace, según la estructura de los cuentos populares). Llegamos, pues, al terreno de los medios de comunicación, tan fundamentales en el desarrollo y consolidación de la democracia, de cuyo funcionamiento pueden, en muchos casos, ser considerados garantes, como en el mantenimiento y aplicación práctica de los elementos de control elaborados por el poder con el único objetivo de mantener el statu quo. El llamado poder mediático se erige como tal en las sociedades democráticas, sobre las que, según el sociólogo Thompson, ejerce la llamada «dominación simbólica» (expresión de Bourdieu), entendida como la «capacidad de lograr que los dominados asuman e incorporen por propia elección la definición e interpretación de la realidad que proponen los dominantes». El poder mediático, o cuarto poder, según la clasificación clásica, alcanza un papel preponderante en la sociedades modernas, en las llamadas «democracias de audiencia» (según el politólogo francés Bernard Manin), entendiendo por tal un «sistema de gobierno representativo donde el poder se adquiere y se ejerce a través de los medios de comunicación, del marketing electoral, político e institucional que tiene por objeto captar la atención, la confianza y la voluntad de las audiencias», y se convierte, desde su exposición pública, en un elemento de extrema relevancia para el ejercicio oscuro de los poderes opacos.

Inmersos en los meandros y recovecos de las diversas manifestaciones del poder, nos encontramos con una nueva clasificación: el poder es potestas (coerción), auctorictas («acto de habla» con capacidad performativa) e imperium (capacidad para generar hechos históricos, acontecimientos). Los «actos de habla», según el filósofo analítico Austin («¿Cómo hacer cosas con palabras?») son las «expresiones verbales que actúan como si fueran actos operativos o acciones reales». Es el «Hágase» bíblico o el «ábrete Sésamo» de los cuentos, y su eficacia depende de la autoridad o legitimidad de quien los pronuncia. Están, por lo tanto, al alcance del poder, pero no del contrapoder, que sí, en cambio, está en condiciones de ejercer el imperium, o la creación de acontecimientos, tal como hemos visto en los últimos tiempos en diferentes plazas de mundo.

Nos adentramos ahora en la segunda parte del ensayo, en la retórica del austericidio, tal como se ha llamado a las políticas de recortes decretadas por las autoridades europeas y que ha generado en los países meridionales un incremento del desempleo, de la pobreza y de la desigualdad. ¿De qué manera justifica el poder esas políticas?, ¿qué relato ha organizado para transmitir su necesidad?, ¿sobre qué elementos ha estructurado su «dominación simbólica»?, y, sobre todo, ¿cuál es la agenda oculta?, ¿qué se cuece allá en las trastiendas, entre las bambalinas de ese teatro ya casi vacío en el que los actores continúan la representación? Si nos centramos en España, veremos que los relatos elaborados para justificar la austeridad son dos: obediencia debida (relato de Zapatero) y herencia recibida, aunque combinado en ocasiones con obediencia debida (relato de Rajoy), que no dejan de ser variantes autóctonas de los dos grandes relatos generales: catástrofe sistémica, por un lado, e intimidación victimista, por otro. Este último, además, puede dividirse en dos subtramas: victimismo populista (existe un «otro» enemigo que nos perjudica: xenofobia -enemigo exterior-, endofobia -enemigo interno: las clases trabajadoras, las élites extractivas, los desempleados.., la «quinta columna» que nos traiciona, y autofobia- «todos somos culpables»-) y expiación de la culpa/ castigo de los culpables (que acaba siendo, como se ve: castigo a las víctimas). Señala el autor, en relación con esta sádica subtrama, tres tipos de castigos: uno, el punitivo, que se justifica «argumentalmente por la necesidad económica de devolver las deudas pagando el precio justo por los costes generados en el pasado» (se trata, afirma Gil Calvo, de «un ajuste de cuentas, heredero de la norma de venganza preconizada por la economía de carácter mafioso»). Un segundo tipo de castigo es el preventivo, que consiste en «penalizar por anticipado las deudas que se puedan contraer ( o las culpas que se puedan cometer ) en el futuro. Es la teoría del riesgo moral o riesgo inducido que recomienda desincentivar la aparición de riesgos innecesarios». Y por último, el castigo estructural, consistente en «obligar a las victimas a modificar sus prácticas anteriores para sustituirlas por un régimen disciplinario de mayor rendimiento y eficacia»

Pero el poder no utiliza sólo los relatos para justificarse. Ahí están también los encuadres, los marcos, el framing (Lakoff), que se diferencia de los relatos en que éstos se estructuran sobre le linealidad de los hechos encadenados, convertidos, por lo tanto, en crónica, en tanto que los encuadres separan esos mismos hechos, reduciéndolos a unidades expuestas, problemáticas, desgajadas del tronco general del sentido. A partir de esta diferenciación se entiende que mientras el poder prefiere los relatos, el contrapoder se decanta claramente por los marcos, aunque tal preferencia no se cumple, en el caso del poder, con suma precisión, ya que son varios los marcos problematizadores que suele utilizar, según estamos comprobando a lo largo de esta crisis. Marcos o encuadres que Gil Calvo divide en tres tipos: el terapéutico (como no se puede mantener el gasto, privaticemos la sanidad y la educación), el tecnocrático (creación de la necesidad de reformas estructurales), el polarizador (utilizar la situación de crisis, o la irrupción de un suceso, para declarar estados de excepción, o estados de guerra).

Y llegamos a las agendas ocultas, a las razones fundamentales del austericidio, a las decisiones opacas del bakstage. Al empezar la investigación de un delito, el detective se pregunta: ¿quién es el beneficiado? ése es el comienzo, el primer camino a seguir. ¿A quién beneficia el austericidio?, se puede preguntar el investigador social. Es evidente que a los grandes inversores privados, a las grandes empresas, a las llamadas élites extractivas que imponen a los gobiernos medidas devaluadoras de su propios ciudadanos (abaratamiento del despido, rebajas salariales, pérdida de derechos…) con el único objetivo de incrementar sus cuentas de resultados y mantener a la mayoría de la población en un estado de tal vulnerable necesidad que la convierta en masa desactivada y oferente, mano de obra sumisa, amedrentada, y en permanente disponibilidad.

Hasta aquí el repaso del poder. Nos queda, pues, el contrapoder, del que se han apuntado algunos rasgos en las líneas precedentes: su capacidad para generar acontecimientos (imperium) y su querencia por los encuadres frente a los marcos. El contrapoder se articula frente a la situación actual y ocupa las plazas y las calles en un intento, en ocasiones exitoso, de quebrar los relatos imperantes y apoderarse de la realidad mediática. El contrapoder se alimenta de la indignación generada por las prácticas destructivas del poder, de la rabia provocada por la consolidación de la injusticia como elemento estructural del sistema, y se manifiesta en buena parte del mundo como un movimiento plural y, en muchos casos, horizontal, sustentado sobre el número (individualidades sumadas) y no (como en las manifestaciones clásicas del siglo XX) sobre la masa (amorfa y liderada). Nos encontramos, así, con el 15-M, con «Occupy Wall Street», con las «mareas», con el «movimiento 5 estrellas» de Italia, con el brasileño «Movimiento por el paso libre», y algunos otros.
Pero surge la pregunta: si el poder es opaco, ¿lo es también el contrapoder? La respuesta del autor es que sí: es opaco porque es (si no clandestino) anónimo, porque recurre al discurso infamante como táctica ofensiva (el rumor como «acto de habla», la habladuría como herramienta de corrosión), porque se ejercita en actos rituales y sorprendentes que necesitan el secreto de la preparación y el artificio de la simulación.

Y así llegamos al final del repaso. Se ha intentado trasladar la miga de un libro denso, sin dejar de ser ágil, y muy documentado, un libro fundamental para entender que el poder es menos poder si somos capaces de descodificarlo, un libro muy útil para mantener vivas las duras lecciones que estamos aprendiendo

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