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La llamada (en términos mediáticos) irrupción de Podemos en el espacio político no sólo ha provocado una considerable agitación en el tablero político, y ya veremos si también una remodelación del mismo, sino, además, un saludable acercamiento a los, hasta el momento, claustrofóbicos debates académicos sobre, por ejemplo, las diferentes maneras de entender la democracia y los elementos que deben constituirla. Cierto es que alrededor de Podemos hay más ruido que análisis, más «furibundia» que reflexión. Dice Laclau(autor de «La razón populista», y a quien dedicaremos una próxima entrada en este blog) que «el que hace política no es el que juega dentro de las reglas del sistema, sino más bien el que patea el tablero…», y eso, patear el tablero, es lo que muchos temen que haga Podemos (o que ya esté haciendo) si las encuestas se confirman en las urnas. Hay miedo, mucho miedo, y el miedo ofusca, nubla el entendimiento, nos empuja al cierre de puertas y ventanas, nos aísla, nos embrutece, nos sume en una espiral fantasmática y alucinada, nos relaciona peligrosamente con la mentira. Pero entre toda la faramalla periodística, sobre la simpleza maledicente de tantos tertulianos iletrados, se pueden estar configurando espacios ciudadanos en los que la discusión serena y el análisis ponderado impongan un dominio civilizado sobre los exabruptos de la barbarie. Parece claro que si no se han abierto todos los candados sí al menos se han ido agrietando ciertas solideces, y por esas grietas está entrando, debiera entrar, de nuevo la política, entendida, siguiendo a Laclau, como una lucha por el sentido.

Vivíamos adormecidos bajo el dogma incuestionable del consenso: o sometidos a su imperio férreo o expulsados a las afueras. El debate se había reducido a la simple matización del núcleo, a una levísima aportación lateral, a un pespunte retórico. Nada más. La disidencia era empujada hacia el abismo, hacia la zona de sombra, hacia los circuitos de escasa circulación; se desvirtuaba en los extremismos, se deconstruía en la exageración. Pero irrumpe Podemos y el tablero se resiente, se moviliza, se tienta sus ropajes, y significantes que llevaban tiempo cerrados, se abren, se vacían, se prestan a una nueva resignificación.

El libro que hoy traemos al blog, coordinado por Javier Franzé, doctor en Ciencia Política por la Universidad Complutense, es el resultado de un proyecto de investigación titulado: «Deliberación y democracia. Los modelos liberal y post-liberal: marco teórico y estudios de caso», y en él, alrededor de la pregunta sobre el significado de democracia y sus relaciones con el consenso y el conflicto, se recogen interesantes y diversas aportaciones sobre la política y lo político, el poder del lenguaje, las diferencias y confluencias entre J. Habermas y Ch. Mouffe, la teoría del desacuerdo de Ranciere, o el pluralismo de Isaiah Berlín. Es un libro académico, de alto nivel teórico, pero la pregunta que lo impulsa, la interrogación crucial sobre la manera de organizar la convivencia, puede estar (o sería bueno que estuviera), como decimos, trasladando su pertinencia desde los estrictos ámbitos universitarios a la plazas ciudadanas.

La historia de la democracia en el siglo XX es la historia de una legitimidad sustentada en la oposición a los totalitarismos. Frente a ellos, convertidos en el «otro» disgregador, en la fuerza exterior y amenazante, la democracia occidental se edificó sobre la eliminación del conflicto interno y en la articulación, por lo tanto, de una praxis consensual entre los partidos y los actores sociales. Se fraguó así la idea del centro como «lugar democrático», como esfera ideal para la confluencia. En esa esfera, dice Franzé en la introducción, quedó enmarcado lo legítimo, lo pensable y lo autorizado». Lo que no cupo en ella fue relegado a los márgenes, y para evitarlos, para sustraerse a esa relegación, e incapaz de cuestionar la geometría, la socialdemocracia fue abandonando retazos de su discurso clásico, alejándose de sus «mitos políticos», hasta acabar convertida, en un primer momento, en una simple oscilación hacia la izquierda de la esfera, en un mínimo movimiento hacia las demandas sociales y culturales, y, más tarde, en anémica avalista de las políticas desacomplejadas del neoliberalismo triunfante de los años 90, entronizado como modelo único y depositario perpetuo del sentido común. Eran los años del tan publicitado y errado fin de la historia, años en los que la democracia consensual, desaparecido el enemigo exterior, absorbidos por el centro los últimos fragmentos socialdemócratas, se sintió con la fuerza suficiente para poner en cuestión el llamado «Estado de Bienestar», nacido del pacto interclasista de la post-guerra, y atacar sin ambages los principios que lo sustentaban. Y por ahí, como no hay ataque sin víctimas, por las fisuras abiertas, por las heridas causadas, el consenso fue perdiendo vida, y el conflicto, las demandas, la protesta articulada, la disidencia, se fueron haciendo presentes y visibles. El consenso, así, dice Franzé, «ha ido desprendiéndose de la democracia para ir anudándose al orden sin más, al congelamiento de la dinámica pluralista y abierta que se supone debe informar a una democracia en sociedades complejas y diversas». En esa circunstancia surge la pregunta por el tipo de democracia que podía dar cabida a lo que el consensualismo había expulsado de sí o silenciado, por una democracia capaz de legitimarse sobre la gestión de los conflictos y no sobre su eliminación, por una democracia, diríamos, politizada, convertida en campo de maniobras o de juego, en espacio abierto a la disputa política por la hegemonía, una democracia fortalecida por la critica y el desacuerdo interno y no reducida al minimalismo esquelético del liberalismo.

En el primero de los trabajos que componen el libro, Franzé se interroga sobre la política y se plantea la diferencia entre las concepciones administrativas de la misma, basadas en la mera gestión técnica de lo ya existente, y las que, por contra, la presentan como una invención radical de la comunidad, como una creación contingente. Es esta última concepción la que se sale de las costuras de la democracia de consenso y exige un espacio nuevo, un tablero expuesto a reformulaciones permanentes, unas coordenadas propicias para la disputa. Porque sera ahí, en la disputa, donde la política, entendida como invención, deberá tratar de convertir la particularidad de su pretensión en significado universal. Estamos en la lucha por la hegemonía, y se entiende por tal justamente la capacidad de volver universal el punto de vista particular. La hegemonía se alcanza siempre frente a otro, contra otros discursos, contra otras invenciones. La hegemonía necesita al otro en el lado de allá de la frontera, y necesita la frontera, inestable, móvil, cambiante, como referencia. La hegemonía se reconoce en la contrahegemonía y su triunfo, su preponderancia estará siempre basada en el dominio de lo que Laclau llama «significantes vacíos»: esos elementos comunes que oscilan y fluctúan a ambos lado de la frontera y son objeto de disputa por los discursos contendientes, elementos que reciben significación de la posición hegemónica y permanecen continuamente expuestos a la resignificaciones derivadas de un nuevo resultado de la disputa. La hegemonía necesita y abarca a quien se le opone en tanto que esta oposición acepta la importancia de los elementos en pugna y, aunque sea para negarlo, su significado hegemónico. Comprobamos, pues, que todo es contingente. Habitamos en el terreno de la creación, en el de la reconfiguración permanente, en el terreno de juego, en el terreno, siguiendo a Wittgenstein, de los juegos del lenguaje, a los que se dedica el segundo trabajo, firmado por Montserrat Herrero, y en donde se analiza el juego del lenguaje político a partir de las teorías de Pococky y Connolly (que defienden, para resumir, posiciones dialógicas y admiten, por tanto, la réplica, ya que consideran que los sentidos del lenguaje no quedan nunca completamente monopolizados) o Foucault y Laclau (para quienes el discurso deberá ser revolucionario, «violento, y sólo puede afirmarse destruyendo la posición contraria»).

En el capítulo 3, Julio González centra su aportación en el análisis de las posiciones, en un principio o en apariencia divergentes de Habermas (democracia deliberativa, basada en el consenso) y de Mouffé (pluralismo agonístico, conflicto) para, apoyándose una vez más en el autor del Tractatus (en sus análisis sobre el lenguaje como condición del conocimiento y, en consecuencia, como única vía de conformación de la realidad, lo que derrumba todos los andamiajes esencialistas), acabar encontrando un punto de confluencia en una concepción del conflicto que no elimina, sino que utiliza como marco o base, la relación de consenso. Un conflicto, por tanto, no entendido a la manera de Schmitt, como antagonismo ontológico e irreductible entre un nosotros y un ellos eliminable, sino como una relación entre adversarios sustentada o no contradictoria con una base de política asociativa, con un espacio simbólico de valores o referencia comunes.

Cecilia Lesgart se acerca a Ranciere, autor de «El desacuerdo. Política y filosofía», en el cuarto trabajo del libro, y a su profundización radical en la idea de democracia (de la política) como desafío, como desidentificación o desplazamiento de los lugares asignados, como igualdad de «cualquiera con cualquiera». Para Ranciere, es necesario alejar la democracia de lo que llama las definiciones «oficiales», «aquellas que la entienden como régimen de gobierno simplificado al acto electoral», y convertirla en una expectativa de emancipación. La democracia, dice, «es una desgarradura que instaura la igualdad en el corazón de la desigualdad», una fractura, o acto heterogéneo y contingente sobre el escenario común del desacuerdo, en el que se yergue como un reto, como una pregunta. La política surge cuando se plantea el litigio, se manifiesta en el acto de la disputa, y en ese acto, la democracia se convierte en una exigencia de igualdad.

El quinto trabajo aparece firmado por Andrés Tutor de Areta y en él, siguiendo a Isaiah Berlín, se formula la pregunta por el papel de la racionalidad ante el llamado pluralismo de valores, entendiendo por tal la creencia de que «nuestras vidas están orientadas conforme a unos valores o fines que son en muchas ocasiones contradictorios».

El libro termina con varios estudios de caso: «Deliberación e identidad: el caso de la «memoria histórica» (sobre la dificultades para articular un pasado común), firmado por López de Lizaga; «Adversarios. Parlamentarismo y deliberación política» , de Manuel Toscano (análisis de la confrontación como elemento positivo del debate); «La retórica del debate parlamentario. Deliberación o agonismo», de Carlos Rico Motos (el contexto y la finalidad como determinantes en el modelo de discusión); «Fin de las ideologías: revisión de una profecía», de Carlos Goñi Apesteguía (donde se repasan las diferentes visiones del llamado fin de las ideologías para concluir que lo que se entendía por tal era más bien el fin del fanatismo ideológico y la asunción de ideologías más abiertas a la negociación).

Se cierra el libro pero no el debate. La pregunta que lo recorre sigue abierta y, tal como decíamos al principio, sería deseable que las respuestas no quedasen recluidas entre las paredes de las facultades sino que, al contrario, emergieran de la propia dinámica de una ciudadanía activa e interrogante

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