En particular llama la atención que en la capital del país el voto nulo fue de alrededor del 11 por ciento de la votación total.
Hoy sabemos, gracias a la encuesta de salida hecha por la empresa Parametría, que el votante anulista pertenece a la clase media, tiene mediano y alto nivel educativo, y sobre todo es opositor a gobiernos, a los locales y al nacional indistintamente. Lo más sobresaliente en términos políticos es que los anulistas son personas que desaprueban a los gobiernos en turno, pero que no están convencidos de que los partidos de oposición puedan ser eso: oposición. Es decir, pareciera que el llamado de atención del voto nulo no sólo es para quienes tienen las mayorías en los órganos de gobierno, sino para quienes desde las minorías no han logrado construir una alternativa creíble al statu quo.
En cambio, aunque no sabemos cómo estaba compuesto el electorado anti-anulista (que no es lo mismo que quienes votaron por un partido) hay ciertos patrones en sus argumentos que nos permiten ver sus preocupaciones, a todas luces conservadoras.
El economista Albert O. Hirschman decía que hay tres lógicas argumentativas que históricamente usan los reaccionarios en contra de quienes argumentan la necesidad de importantes cambios políticos y sociales. ésas son: perversidad, futilidad, y riesgo. La primera condena el cambio, con el argumento de que sus promotores lograrán lo opuesto a sus objetivos. En el caso del voto nulo se decía que los anulistas en vez de debilitar la rigidez del sistema de partidos, la fortalecería. La segunda, condena el cambio por considerarlo inútil. Este solía ser el alegato más frustrante, pues predice que no importa lo que hagan las y los ciudadanos, el sistema político no va a cambiar. La tercera advierte que si los objetivos de quienes piden los cambios se logran, entonces perderán otras conquistas ganadas. El argumento más estridente en contra del anulismo decía que dañaría las instituciones democráticas, y que pondría en juego las libertades básicas que tantos años (y muertos) han costado. De manera coloquial la advertencia reaccionaria se podría expresar así: ni le muevan al sistema político porque: a) les va a salir el tiro por la culata, b) van a perder el tiempo, y c) van a perder lo ganado.
Estos críticos conservadores lo que no lograron ver es que la discusión política es el primer paso para generar algo que la democracia mexicana siempre ha envidiado a otros países: la formación de capital social. A partir de lo que hoy se conoce en México como el movimiento anulista, se formó la Asamblea Nacional Ciudadana (ANCA), conformada por alrededor de 70 organizaciones con muy diversos intereses y orígenes. En una primera sesión, la ANCA acordó promover la discusión legislativa en por lo menos tres grandes temas vinculados a la participación política: 1) la implementación de mecanismos de democracia directa, 2) la reducción del financiamiento a los partidos políticos y el incremento de mecanismos de rendición de cuentas, y 3) la apertura a la participación electoral con candidaturas independientes. El capital social es eso, ciudadanos que establecen relaciones a partir de sus intereses y anhelos compartidos, y que en este caso, se ponen a pensar en las formas de refundación de la democracia mexicana.
La fuerza del movimiento anulista reside en la posibilidad de volver a abrir el espacio para la creatividad pública. En una situación de reconocimiento, pero al mismo tiempo de marginación de la instituciones formales, de poco servirán tanto las propuestas tradicionales como las tácticas comunes. Si algo hay que aprender de quienes participaron en la construcción de las instituciones democráticas a finales del siglo pasado, es que la creatividad y la imaginación son los mejores instrumentos para avanzar en la democracia.
Todavía no sabemos cuáles son las innovaciones institucionales que México puede volver a aportar a los sistemas democráticos que existen, como fue la ciudadanización del Instituto Federal Electoral. Sin provocar más discusiones, más públicas y con más participantes, no podremos saber qué nuevas oportunidades estamos perdiendo para tener una mejor democracia que deje a los ciudadanos más satisfechos con sus mecanismos de gobierno. Por esto, tendrá que ser una discusión en la que participen miles de personas, que todavía no conocemos, con argumentos propios, y que tendrán que ser escuchados, sean cuales sean, con el respeto que implica la igualdad política.
Esta discusión podría tener un importante avance si empieza por cuestionar la homogeneidad institucional que el centro le ha impuesto históricamente al resto del país. Si en México empezáramos por hacer atrevidos experimentos institucionales a nivel local y estatal podríamos ir aprendiendo de lo mejor y lo peor que nos puede ocurrir en términos de organización de la forma de gobierno. Si contáramos con muchos aunque pequeños casos de éxito y fracaso, podríamos protegernos de los riesgos innecesarios que todo experimento implica, pero al mismo tiempo documentar las bases del optimismo que exige el cambio político.
Andrés Lajous es Maestro en Planeación Urbana por el MIT y activista político.
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