O eso, al menos, fue, y eso, por nuestro bien, debería seguir siendo, pero resulta que no, resulta que el futuro, para los habitantes de este presente caníbal (según expresión de Hartog) ya no es lo que era, ya no es la pantalla disponible para la proyección del deseo sino, bien al contrario, la pesada losa que amenaza con aplastarnos. ¿Cómo y por qué hemos llegado a esta situación?
El proceso es largo pero se ha acelerado vertiginosamente en los últimos años del siglo XX y en los primeros del XXI, años en los que asistimos a la conversión de las ideas en creencias (o a la derrota de la razón ilustrada), a la pérdida o quiebra de todos los relatos productores de sentido (sustituidos por aislados impulsos de indignación e ira), al retraimiento acobardado de la Política frente a los poderes económicos, a la emergencia de una sociedad expulsada del optimismo de la voluntad y entregada al irrealismo de la fatalidad.
En los años noventa, Francis Fukuyama, haciendo una lectura neoliberal de Hegel, se atrevió a decretar el fin de la Historia y el consecuente e incontestable triunfo del capitalismo. Era, claro está, un decreto intelectual, no vinculante, y la propia Historia se esforzó desde entonces en llevarle la contraria con todo tipo de acontecimientos. Podríamos pensar, pues, como en realidad pensamos, que su previsión fue totalmente errónea, la manifestación de un deseo más que el resultado de un análisis, pero también podríamos, si mantenemos nuestra relación actual con el futuro, vernos obligados a devolverle una pizca de razón y acierto, es decir: si continuamos cayendo exánimes en la molicie de este presentismo voraz que atrae al futuro hacia su propia pobreza y consume el pasado según su interés, nos veremos obligados a reconocer que si la Historia no ha llegado a su fin, sí, al menos, la hemos dejado abandonada como referencia y modelo. No es una Historia acabada, es una Historia abandonada, y al abandonarla, al salir de su decurso, al caernos de su continuidad, quedamos expuestos a la abrupta ocurrencia de la catástrofe, a la intempestiva intromisión del accidente.
Cruz parece pesimista, pero servidor cree que no puede haber pesimismo en la lucidez y su libro, que ha provocado estas notas, es un ejercicio lúcido y, por lo tanto, decidido a arrinconar todas esas sombras que nos deprimen.
Acabo recomendando su lectura y matizando la frase con la que empezaba este escrito: el futuro también se puede y se debe predecir, y no en el sentido de adelantar el conocimiento de lo inevitable sino en el de configurar imaginativamente su construcción.
«Adiós, historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual», Manuel Cruz, Ediciones Nobel, Oviedo, 2012. Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2012
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