Estamos en lo abierto, a la intemperie, y oteamos el horizonte con desconfianza. Sabemos ya que nada va a ser como fue pero desconocemos todavía hacia dónde debemos girarnos para observar mejor lo que será.
Habitamos un espacio no delimitado, una realidad no mensurable, una realidad marítima, una realidad propicia, por tanto, al ejercicio voraz de la piratería.
Daniel Innerarty es, como se sabe, filósofo, catedrático de Filosofía Política y Social y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Ha escrito varios libros sobre los entramados socio-políticos de las sociedades contemporáneas, prestando especial atención a los condicionantes y posibilidades de la Democracia en el estado actual de la globalización, y en esta línea se sitúa el que ahora incita estas notas: un ensayo que habla del mar y de la tierra, de piratas y murallas, de soberanía y capitalismo, pero sobre todo, y con afilada claridad, habla de nosotros, de ese nosotros inestable, ajeno a la identidad triunfante y a la parálisis absolutista, un nosotros «nunca pleno y dueño de sí, expuesto siempre al visitante, socavado por la alteridad, habitado por huéspedes», un nosotros en permanente estado de construcción, acogedor e indeterminado, reflexivo y proyectado tanto en el espacio como en el tiempo. Un nosotros así, desestabilizado por los «espectros» (Innerarity cita a Derrida), por todas las apariciones fantasmáticas que ponen en cuestión «la obviedad de nuestras separaciones» e impiden «al presente cerrarse sobre sí», un nosotros así, decía, deberá estar en el núcleo del nuevo sujeto civil, convertirse en el paradigma de la nueva gobernanza, en referencia de una politica orientada a la gestión de los bienes comunes de la humanidad.
Pero de ese nosotros no nos llegan, de momento, demasiadas noticias. Aunque la realidad se ha abierto y se despliega errática entre lo desechado y lo no hecho, el nosotros se ofrece cerrado y a la defensiva, armado y excluyente. Son las paradojas de un presente convulso, del desorden global que nos rodea, de un mundo que es a la vez de todos y de nadie.
Asistimos al debilitamiento progresivo de los estados nacionales, esa creación de la modernidad organizada sobre la base de una territorialidad firme, de un espacio claramente señalado y «sin zonas ambiguas de soberanía» que supuso la superación del mundo marítimo e imperial, y, sin construcciones sólidas para sustituirlos, vagamos al albur por una tierra de nadie, sin límites ni alrededores, por una tierra en la que los flujos (comerciales, económicos, financieros…) se han liberado de la constricción territorial y navegan sin más trabas que las derivadas de las nuevas manifestaciones del pillaje, de la eclosión postmoderna de la piratería. Superada la fase terrestre de la modernidad, quebrado el estado agrimensor, desaparecidas no sólo las fronteras, sino la idea misma de frontera, volvemos a caer en la «oceanificación» del mundo, en un espacio abierto y disponible, concebido más como un itinerario que como un lugar de propiedad estable. En un mundo así, la figura del pirata se yergue con gran elocuencia metafórica. El pirata (Innerarity cita a Philip Gosse y su «Historia de la piratería») «es alguien que desafía toda forma de respetabilidad organizada», representa un tipo de enemigo que «no amenaza tanto a un país en particular como a las naciones terrestres en general, no a una soberanía concreta como a la idea misma de soberanía». La piratería surge y se inmiscuye en los «intervalos que los ciclos de la soberanía no deja de abrir». Actúa, citando a Sloterdijk, en el «espacio sin testigos, en el vacío moral», justo ahí donde parece que estamos ahora, instalados en un capitalismo global y sin propiedad, ajeno por lo tanto a la ética de los propietarios, un capitalismo sustentando en el movimiento circulatorio y en la acción, un capitalismo alejado de la costa. Estamos ahí, o vamos hacia ahí, tambaleantes y miedosos, levantando muros que reemplacen la desaparición de la frontera, mareados ante al abismo de lo inabarcable y sin ninguna confianza en los llamados mediadores, en los agentes políticos, incapaces de adaptar el paso geopolítico a la nueva realidad geoeconómica, líderes que siguen oficiando la ceremonia caduca de una soberanía que ya no existe, como si no supieran que los grandes asuntos, esos que ocupan la agenda política actual, asuntos comunes que afectan a los bienes públicos de la humanidad (cambio climático, integración financiera, desigualdad global, explosión demográfica…), se han «disociado casi por completo del marco definido por los estados en una triple dimensión: generación del problema, impacto del problema y solución del problema».
En estas circunstancias se hace necesaria la organización de una nueva forma de gobernanza global, que no implica, afirma el autor, la existencia de un gobierno mundial sino la configuración de un sistema de gobernanza sustentado en acuerdos regulativos institucionalizados, un sistema capaz de someter el funcionamiento desbocado del capitalismo a una regulación eficiente, de combatir los riesgos sistémicos, de fortalecer la capacidad cognitiva (decisiones basadas en el conocimiento experto, sin que eso suponga menoscabo de la legitimidad democrática), institucionalizar la protección del futuro y garantizar la coherencia social. Todo un programa general, expuesto aquí de modo muy resumido, para ponernos a resguardo, para abandonar esta travesía a merced de los vientos y llegar a buen puerto. Si el estado moderno se estructuraba en torno al principio de autonomía, la gobernanza global deberá estructurarse alrededor del principio de responsabilidad, y es urgente que esa transición, todavía pendiente, se produzca y se consume, porque alguien tendrá que hacerse cargo del desorden, alguien tendrá que administrar la ignorancia. Si eso no ocurre, seguiremos como estamos, expuestos al pillaje y encastillados en ese nosotros cerril que sólo se alimenta de miedo.
Se trata, pues, de gobernar el capitalismo de la globalización desde la responsabilidad democrática, sin déficits de representación ni entreguismos tecnocráticos. Servidor no sabe si eso será posible, y, aunque sólo sea por puro voluntarismo idealista, se resiste a creer que nos hayamos quedado sin afueras, es decir, sin alternativas racionalmente realizables.
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